Sonó el teléfono.
Beatriz, como de costumbre había
situado el dichoso aparato en su mesita de noche.
-
¿Beatriz
Vives?
-
Sí, soy
yo.
- Le llamo
para notificarle que estando en la lista de aspirantes a interinidades, le
corresponde la cobertura de la siguiente vacante… ¿Está usted, disponible?
La respuesta fue afirmativa.
Únicamente se trataba de dos
horas en horario de tarde, no resultaba incompatible con su jornada de trabajo
actual y además le daría una escasa, pero al fin y al cabo puntuación para la
oposición a la cual había decidido presentarse. Tras este breve esquema mental,
su respuesta fue afirmativa.
Dieron las 5, se enfundó en una indumentaria apropiada a la
situación y tomó rumbo al tanatorio. Cuando llegó su puesto ya estaba vacío. Se
introdujo en el robusto ataúd. Tras acomodarse,
emprendió su cometido.
No era la primera vez que cubría una vacante de ese estilo.
Estaba ya familiarizada con el puesto. Con lo cual las miradas y los llantos de
la familia del titular de la plaza no le producían asombro ni malestar alguno.
De repente se percató de que algo extraño sucedía. Las
miradas pesarosas de los parientes de su sustituido se tornaron inspectoras.
Muchas de esas miradas enfocaban hacia una única dirección:
sus piernas. Descubrió que el vello de dichas extremidades era horriblemente
exagerado. Su grosor y longitud se asimilaban a las de su propio cabello. No se
podía creer que aquello estuviese sucediendo. ¿De dónde habían salido? ¿Cómo es
posible que no se hubiese percatado antes de lo que sus perniles piernas poseían?
Los allí presentes comenzaron a señalar con el dedo. Las
miradas lánguidas se volvieron burlonas y algún que otro susurro sonaba a
regocijo.
-
Siempre
mete la pata.
-
Yo ya
decía que no valía.
-
No da la
talla. No apta
Llegó la angustia, y respirar
resultaba cada vez más complicado. Conocía aquella reacción en su cuerpo, la
había experimentado en infinitas ocasiones.
Inesperadamente, resonó una voz
profundamente clara con tono proverbial:
-
Buenas
tardes Beatriz, soy tu subconsciente. Necesito descanso, estoy enfermo.
Algunas de tus emociones me han declarado una
especie de guerra fría…
Esto es muy largo y agotador Beatriz,
comenzó en tu infancia y no cesa, sino que crece en intensidad y me arrastra al
cataclismo.
La rabia me acusa, es un atroz fiscal. Me
somete a denuncias tras denuncias:
No lo conseguirás. No eres apta. No vales, eres
inferior. ¿A qué demonios has venido? Sólo causas problemas. ¿No ves a los
demás?
La tristeza me abruma, no me ofrece descanso
y me acorrala de angustia.
¿Y el miedo Beatriz? Me abraza, me oprime y
me estruja.
Beatriz, no he venido a juzgarte, solamente ha
llegado el momento de poner remedio, es la hora del indulto, de la caridad y el
auxilio. Dame un respiro, permíteme que encienda la luz, desaprende lo que te
han enseñado, decanta esos falsos valores aprendidos y acoge a tu querida y coherente adulta y ya
permite reposar a tu niña herida.
Sin más sintió que el féretro se zarandeaba.
La persona a la cual sustituía no había regresado y el momento del sepelio se aproximaba.
Se percató de que ya nadie la
observaba. La caja había sido sellada.
Se asustó. ¿Cómo diablos acudiría
al día siguiente a su lugar de trabajo? Aquella no era su plaza. ¿En qué
momento nadie había reparado que ella no era la ocupante de la tal puesto?
La acorraló el pánico.
Percibió el traslado desde su posición
horizontal en la caja. Crucero en funerario vehículo, entrada y salida de la
iglesia y el correspondiente ingreso en panteón mientras repiqueteaba la típica
banda sonora propia de las honras fúnebres.
Se presentó el silencio. Tras reposar
un impreciso periodo de tiempo con los párpados tumbados, intuyó la
ausencia de los tabiques de la urna opresora.
Los olores percibidos ya silbaban conocidos.
Al sentirse libre, se sentó en el
misterioso lecho y al izar la vista a modo panorámico advirtió pasmada se
hallaba en su propio cuarto y en su propia cama.
Su mente volaba a gran velocidad,
¿Qué había ocurrido? ¿Una pesadilla? No recordaba haberse dormido ni sentía
síntomas de mareo o algo parecido, incluso se sentía más despejada que nunca.
Observó el calendario en su
móvil, la fecha que recordaba no se correspondía. El último momento que su
memoria reconocía era haber acudido a realizar una sustitución un cuatro
septiembre. Sin embargo el datario marcaba que se vivía a lunes, lunes trece de
agosto.
Eso la alivió, la llevó a la
conclusión de que todo había sido un extraño sueño. Aunque se le hizo un poco
raro el hecho de que el reloj marcara las ocho de la tarde y que no podía
recordar el hecho de haber iniciado una siesta. No le dio importancia.
Sonó el teléfono. La voz que
sonaba era de su profesor de academia que la había formado para la oposición a
educación que se había presentado. Había superado el proceso selectivo.
Miró hacia un lado, observó un
certificado. Daba fe de una sustitución
de dos horas, el cuatro de septiembre en aquella dirección que sí recordaba.
Así aprendió, que en ocasiones
los entierros no salpican despedidas, sino reencuentros, reformas y renacimientos.
Ya lo decía Henry Ford: “Tanto si
cree que puede lograrlo como si no, tiene usted razón”